Breve excursión hacia ella.
Se trata esta de una segunda parte de la introducción en torno al tema de la
mujer en la presente obra. Considero que las páginas que Ortega dedica a esta
cuestión suponen una gran inconsistencia y contradicción respecto a algunas de las
cuestiones abordadas en el resto del ensayo. No pretendo abarcar la crítica a este
fragmento de su obra desde un análisis basado en la teoría feminista, pues ello
supondría una extensión desmesurada que para el fin que persigo resulta innecesaria.
Pareciera más apropiado presentar una breve crítica de estas líneas atendiendo a
algunas incoherencias con respecto a los demás análisis presentados en El hombre y la
gente, siendo el tema de la mujer aquel que guarda las contradicciones internas de la
presente obra. Su mayor inconsistencia se evidencia en las siguientes líneas:
«Siendo yo joven volvía en un gran transatlántico de Buenos Aires a España.
Entre los compañeros de viaje había unas cuantas señoras norteamericanas, jóvenes y
de gran belleza. Aunque mi trato con ellas no llegó a acercarse siquiera a la intimidad,
era evidente que yo hablaba a cada una de ellas como un hombre habla a una mujer
que se halla en la plenitud de sus atributos femeninos. Una de ellas se sintió un poco
ofendida en su condición de norteamericana. Por lo visto, Lincoln no se había
esforzado en ganar la guerra de Secesión para que yo, un joven español, se permitiese
tratarla como a una mujer. Las mujeres norteamericanas eran entonces tan modestas
que creían que había algo superior a ‘ser mujer’. Ello es que me dijo: “Reclamo de
usted que me hable como a un ser humano”. Yo no pude menos que contestar:
“Señora, yo no conozco ese personaje que usted llama ‘ser humano’. Yo solo conozco
hombres y mujeres. Como tengo la suerte de que usted no sea un hombre, sino una
mujer -por cierto, espléndida-, me comporto en consecuencia» (2016:158-159).
En primer lugar, Ortega rompe con la premisa del liberalismo clásico que
defiende los derechos y libertades de todos los seres humanos empleando un concepto
de «ser humano» abstracto y vacío de contenido, el cual posibilita abarcar todas las
realidades humanas posibles, independientemente de la raza, el género, la edad o la
clase social. No podríamos decir que Ortega se mueve en un ámbito propiamente
liberal, pues se muestra contrario a fomentar la igualdad de tratos para los géneros,
diciendo que la única posibilidad de unión entre ambos -el ser humano- se trata de una
ficción inexistente. ¿Pero acaso no serán mayores los puntos en común que las
diferencias? Para el filósofo no. Ahora bien, a pesar de que se muestre contrario a
catalogar a las mujeres y a los hombres bajo el concepto genérico de «ser humano»,
no deja de emplear dicha noción a lo largo de su obra, por ejemplo:
«(…) advertíamos cómo hay en cada uno de nosotros un altruismo básico que
nos hace estar a nativitate abiertos al otro, al alter como tal. Este otro es el Hombre,
por el pronto, el hombre o individuo indeterminado, el Otro cualquiera, del cual sé
solo que es mi ‘semejante’, en el sentido de que es capaz de responderme con sus
reacciones en un nivel aproximadamente igual al de mis acciones, cosa que no me
acontecía con el animal» (2016:175).
«(…) ¿qué tengo delante de mí cuando califico mi relación con el otro como
un cero de intimidad? Evidentemente que yo no conozco de él nada único, que le sea
exclusivo. Solo sé de él que, dado su aspecto corporal, es mi ‘semejante’, esto es, que
posee los más abstractos e imprescindibles atributos del ser humano (…) esta idea de
la posible conducta humana, así en general, tiene un contenido terrible. En efecto, he
experimentado que el hombre es capaz de todo (…)» (2016:178-179).
Estos fragmentos evocan en mí la siguiente pregunta: ¿quién es ese «ser
humano»? Pues ni más ni menos que «él», «el Otro», «el Hombre». Parece ser así que
el ser humano es un hombre, no una mujer. Es «él», «el Otro», pero no «ella» ni «la
Otra» ni «la Mujer». Dice que ese otro ser humano «es mi semejante», pero como ya
se evidenció anteriormente, para el escritor la mujer no es semejante al hombre,
pareciera que incluso considera que es mayor lo que les separa que lo que les une. De
lo dicho deduzco que Ortega solo acepta el término «ser humano» como sinónimo de
«hombre», pero si esto es así, si la categoría de «ser humano» no abarca a la mujer,
¿qué es la mujer? Ortega dice que la mujer también es un ser humano -a pesar de que
poco antes aseguró que él no entendía de seres humanos, sino de hombres y mujeres-,
pero de categoría inferior, lo que le hace presentarse ante un dilema, consecuencia
común al emplear premisas fundamentadas en falacias y prejuicios históricos. Ante
esta incógnita, considero de necesidad plantear el análisis de la obra aclarando que
cuando escribo «ser humano» me refiero tanto al hombre como a la mujer, por ello
uso ambos plurales y no me limito a escribir «el Otro», también añado a «la Otra»
como una indicación de que tanto «ella» como «él» entran dentro de la categoría «ser
humano» por igual, evidenciando que son mucho mayores las semejanzas que las
desigualdades.
Otra inconsistencia radica en que su explicación de la feminidad (la cual
justifica su desigualdad de tratos) se fundamenta en algo así como «un alma
femenina»: «no es el cuerpo femenino quien nos revela el ‘alma femenina’, sino el
‘alma’ femenina quien nos hace ver femenino su cuerpo». (2016:160) Sin embargo,
no sustenta esta afirmación en ninguna evidencia, ni problematiza su incapacidad para
hacerlo, así como tampoco elabora un análisis histórico y social de esta creencia suya
que afirma. Pero a pesar de defender la existencia de un «alma femenina»,
del «alma colectiva» dice que es «arbitrario misticismo», casi como si un mero
concepto -en este caso el de «alma»- pudiera ser ridiculizado o defendido en función
de los intereses del escritor, y no en base a una rigurosa razón libre de prejuicios:
«Se ha querido místicamente, desde fines del siglo XVIII, suponer que hay
una conciencia o espíritu social, un alma colectiva, lo que, por ejemplo, los
románticos alemanes llamaban Volksgeist o espíritu nacional. Por cierto, no se ha
subrayado debidamente cómo ese concepto alemán del espíritu nacional no es sino el
heredero de la idea que lanzó sugestivamente Voltaire en su genial obra titulada:
Essai sur l’histoire générale et sur les moeurs et l’esprit des nations. El Volksgeist es
el espíritu de la nación. Pero eso del alma colectiva, de la conciencia social es
arbitrario misticismo» (2016:202).
Pareciera casi una tendencia de Ortega el criticar unos hechos cuando no le
son favorables, así como defender los mismos hechos cuando sí coinciden con sus
propuestas filosóficas. Otro ejemplo de esto se ve en su crítica a los movimientos por
la liberación de la mujer:
«Entonces se ve cómo una de las maneras que el pasado emplea para
inspirarnos es incitarnos a que hagamos lo contrario de lo que él había hecho. Esto es
lo que se llama desde Hegel el ‘movimiento dialéctico’, donde cada nuevo paso
consiste solo en la mecánica negación del anterior. Ciertamente que esta inspiración
dialéctica es la forma más estúpida de la vida humana, aquella en que precisamente
andamos más cerca de comportarnos con un automatismo casi físico. (…) Toda esta
breve incrustación ‘filosófica’ sobre pasado y futuro, destino y libertad viene a
enfrontar la tendencia de algunos ‘filósofos’ actuales que invitan a la mujer para que
dibuje su ‘ser en el porvenir’ dejando de ser lo que hasta ahora ha sido, a saber, mujer,
y todo ello en nombre de la libertad y de la idea de persona» (2016:163-164).
Critica esta posición hegeliana cuando no concuerda con sus prejuicios
históricos, los cuales no se atreve enfrentar, pero la defiende en abstracto. Es decir,
habla de la autocrítica, pero cuando es el momento de llevarla a cabo efectivamente
en sí mismo, es incapaz de hacerlo (atendiendo al tema de la mujer) y, como se
expuso en el fragmento anterior, la ridiculiza.
«Nada nos separa más hondamente de los dos últimos siglos que la tendencia
predominante en sus pensadores a evitar la presencia patética del enigma en medio
del cual ‘vivimos, nos movemos y somos’, haciendo de la cautela la virtud intelectual
única y de evitar el error la única aspiración. Hoy nos parece esto pusilánime e
inconcebible, y sabemos escuchar a Hegel cuando nos recomienda que tengamos el
coraje de osar equivocarnos. Y este comenzar a brotar dentro de nosotros la fruición
por lo enigmático, por mirar frente a frente el enorme misterio es, en oposición a
todos los signos de nuestro tiempo que se hallan en la superficie y se interpretan como
fatiga y senescencia, prenda inconfundible de juventud, es la alegría deportiva, la
joven elasticidad que afronta la adivinanza y el enredijo -¡como si al alma de
Occidente le sobreviniera una inesperada mocedad!» (2016:173).
«Solo cuando mi docilidad a lo que los Otros Hombres hacen y dicen me
lleva a situaciones absurdas, contradictorias o catastróficas, me pregunto qué hay de
verdad en todo ello, es decir, me retiro momentáneamente de la pseudo-realidad, de la
convencionalidad en que con ellos convivo, a la autenticidad de mi vida como radical
soledad» (2016:174).
«Solo un punto es taxativo: que ese mundo que me es humanizado por los
otros no es mi auténtico mundo, no tiene una realidad incuestionable, es solo más o
menos verosímil, en muchas de sus partes ilusorio y me impone el deber no ético sino
vital de someterlo periódicamente a depuraciones a fin de que sus cosas queden
puestas en su punto, cada una con el coeficiente de realidad o irrealidad que le
corresponde. Esta técnica de depuración inexorable es la filosofía» (2016:175).
No me adentraré en análisis más rigurosos tales como la falacia naturalista en
la que cae: convertir en esencialismos y cuestiones naturales, lo que no son más que
imposiciones sociales patriarcales. Considero suficiente esta breve exposición acerca
de las incongruencias internas en la obra orteguiana.
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